A lo largo de mi intervención, dedicada como bien imaginaréis a mi experiencia docente con los chavales y los cómics, hablé de muchas cosas de las que daré debida cuenta en futuras entradas, pues todavía estoy procesando la cantidad de información y de ideas generosas con que llegué a casa bien caída la tarde. Hoy sin embargo, me gustaría referirme a una anécdota que vino a colación durante los últimos momentos de la ponencia, es decir: cuando saqué mi puntero de pizarra ante el asombro de los presentes y señalé con él la diapositiva con los proyectos que habían realizado mis alumnos da lo largo de la segunda evaluación.
Este gesto, que para mi ya es cotidiano, suele causar estupefacción ante muchos compañeros de oficio que siguen utilizando la tiza para señalar aquello que les resulta relevante en sus ready made pizarriles. No les arriendo la sorpresa, los gritos ahogados y la carcajada. Mi puntero lleva años siendo un simpático sable láser de juguete. Y lo reconozco sin tapujos: También he utilizado para estos menesteres un pollo de goma vestido de enfermera, una peluche de la rana Gustavo, una réplica del puñal élfico Dardo que brilla en la oscuridad, una marioneta en forma de gallina, o lo más alucinante desde mi punto de vista, el peluche del maestro Yoda que actualmente guarda a buen recaudo uno de mis antiguos alumnos (y recorrió hace cerca de 10 años 150 kilómetros del Camino de Santiago colgado de mi mochila), es decir: Cualquier cosa que sirva para transmitir ilusión, para sorprender y generar ese captatio benevolentiae tan necesario en el aula, ese prurito alucinante que aunque algunos llaman "tenerlos conectados", prefiero referirme a él mediante la poética y literaria expresión de "despertar en ellos el sentido de la maravilla".
Toni era lo que habitualmente se conoce como "pozo de sabiduría". Comenzaba a explicarte en el bar que había enfrente del instituto sus aventuras como político, su paso por el País Vasco con aquel primer destino profesional, su viaje de fin de curso a Mallorca con unos alumnos (donde se topó con un tipo serio que tocaba la guitarra en la terraza del ferry, se quedó embobado escuchándolo y descubrió en otro viaje de estudios a París que se trataba de Leonard Cohen...) y perdías la noción del tiempo. Cigarrillo en ristre, combinado de ron y coca-cola cada viernes a la hora del recreo. Los alumnos lo adoraban y yo también.
El caso es que uno de los consejos más importantes que me brindó mi felizmente jubilado compañero fue el que aparece en la ilustración que figura líneas más arriba. Ha llovido mucho desde entonces, pero sigo pensado que Toni llevaba razón: los profesores hemos de transmitir ilusión a los chavales. Evidentemente, el curtido fan de Kavafis, del Vega Sicilia y de la buena vida, tenía sus pequeños trucos para lograr todo esto, pero recuerdo que fue el único de mi departamento de sociales, de mi primer claustro, que no arqueó la ceja cuando se enteró que utilizaba el sable láser de juguete para señalar la pizarra. De hecho, si no me falla la memoria, estuvo un buen rato indagando su mecanismo y sonrió al verlo expandirse con una sonrisa por debajo de su bigote tan luminosa como la de un niño de cuatro años. Desde entonces, a pesar de utilizar otros "amigos de mochila", los diferentes sables (rojos, azules, verdes...) han ido acompañando mi docencia, y en todo este tiempo únicamente he tenido dos "problemas gordos", por así considerarlos.
El primero vino cuando la madre de una de mis alumnas llegó alarmada para hablar conmigo porque su hija le había mencionado lo del sable. Al parecer la mujer no lograba visualizar un objeto que "cambiaba de tamaño cuando el profesor lo agitaba y lo mostraba públicamente a la clase". Todavía hoy no entiendo muy bien qué tenía esta señora en la cabeza, pero os aseguro que lloró de la risa cuando de deshizo el entuerto.
Mi segundo encontronazo tuvo que ver con la Inspección Educativa. Fue en el segundo IES donde di clase: Estaba yo de guardia en el pasillo, dando vueltas al sable sobre la mano, cuando apareció por ahí un señor trajeado que preguntó por el despacho del Jefe de Estudios.
Tal como he comentado, el manejo de la Fuerza es tan cotidiano en mis clases que casi como un acto reflejo desplegué todo el artefacto ante el susodicho desconocido (que saltó hacia atrás) y señalé con él hacia el fondo del pasillo. Un par de segundos más tarde, cuando se recuperaba del desconcierto con un pañuelo que sacó de su bolsillo, me preguntó para qué servía aquella cosa.
- Para señalar a la pizarra. - Contesté yo.
Su respuesta todavía la tengo grabada en sangre: - Interesante metodología - Dijo: - Soy el Inspector de su zona.
A mi se me puso la cara blanca del susto, volví a envainar el sable con su ruido característico (que en el cine es algo así como "suaffffff", pero en mi juguete suena como "clac, clac, clac, clac"), y el hombre se echó a reír. Minutos más tarde volvió a pasar por el pasillo en compañía del Jefe de Estudios, que parecía un basilisco, y me propinó una palmadita en el hombro. Seguía riendo.
Poco más queda por añadir. Bueno... si: Con esta última anécdota descubrí también que en el mundo de la enseñanza las historias corren como la pólvora, así que desde entonces soy algo así como "el de la espada láser". No hay curso de formación en el que intervenga, no hay corrillo de compañeros en el que me presente donde no me lo digan: "Ey, tú eres el de la espada láser". Y con mis alumnos sucede exactamente igual: "Pedro el de la espada láser". El friki. El guay. El que lleva este calificativo con más que evidente satisfacción profesional.
Pedro el de la espada láser. Ese soy yo. Tenéis un Maestro Jedi velando por vuestro camino, jóvenes Padawans. No os dejéis llevar por el Reverso Tenebroso de la Fuerza.
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