Mucho se habla de rediseñar ámbitos y espacios docentes, pero poco se menciona la insoportable levedad de una sesiones de evaluación que tienden a convertirse en estériles intercambios de cromos.
Resulta triste comprobar como muchos colegas (entre los que me incluyo) andamos espoleados por llegar a los 40 o 45 minutos de cada reunión con las notas puestas. Entre retrasos, cotilleos sin sentido, chascarrillos fuera de lugar y dinámicas similares, aquello puede convertirse en un agobio interminable. Y es una lástima.
Si tuviéramos otra forma de evaluar, otros espacios para reunirnos, otras dinámicas más allá de los departamentos estancos y la letanía del canto de notas, sería todo mucho más agradable. Pero claro: es bonito hablar de casitas de chocolate, toboganes de piruleta y nubes de algodón con sabor a purpurina.
Sentar tus posaderas ante el resto del equipo docente durante la evaluación de cada grupo, es lo más parecido que tenemos los profesores a moverse por las trincheras. De hecho, creo que a muchos de esos gurús que pululan por las redes sociales, hablando de cambio educativo, innovación y flower power, no les vendría mal pasarse por alguna de estas inútiles reuniones de referencia para tomar el pulso a lo inquietante del sistema.
Y escribo esta reflexión desde mi particular punto de vista. Si seguís mis tiras cómicas y mi trabajo con cierta regularidad, tendréis claro que precisamente yo soy de los que intentan echar ganas al asunto y derribar los muros. Pero cuando se hacen las nueve de la noche, llevas casi cinco horas debatiendo sobre tonterías y números, aguantando discusiones y salidas de tono, escuchando comentarios hipócritas y bostezando... en esos momentos es cuando piensas que tu martillo de Thor no golpea todavía con suficiente fuerza.
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