Todos hemos querido alguna vez emular a aquel profesor que con sus historias, con su forma de dar la clase cuando teníamos 14 años, cambió nuestra vida para siempre. Todos hemos querido encender la misma chispa en la mirada que nos hizo amar la materia que impartimos y que deseamos fervientemente compartir con los muchachos. Pero los tiempos han cambiado. Repito: nuestros alumnos se aburren en el aula.
Y no es culpa nuestra, ni de sus padres, ni de ellos mismos. Se aburren en el aula porque somos incapaces de entender quién tenemos delante.
Cuando Don Constantino explicaba sus batallitas, a mi se me caía la baba embelesado. Era capaz de aguantar la hora entera escuchando sin distraerme todo lo que aquel profesor de derechas tenía que explicar sobre el Dragón Rapide, el cruce del estrecho por parte de las tropas nacionales o qué se yo. Evidentemente su visión de la historia estaba muy sesgada ideológicamente (si, Don Constantino todavía era uno de esos maestros a los que se hablaba de usted...) pero la forma que tenía de explicarla funcionaba tan bien que sus ventitantos chavalines no alcanzábamos a chistar mientras él hablaba. Todos hemos querido ser Don Constantino alguna vez: tener la clase callada, al público atendiendo, la muchachada tomando apuntes y levantando la mano para preguntar... No estoy hablando de una utopía educativa. Las cosas a mediados de los ochenta todavía eran así para los que estudiábamos octavo de EGB.
Si por algún casual se me ocurriera a mi repetir una clase como las de Don Constantino acabaría abrazando una botella de whisky y un paquete de ansiolíticos, en plena crisis de ansiedad. A los cinco minutos la chavalería habría prendido fuego a sus pupitres y lanzaría sillas por la ventana. Y sabéis una cosa: tamaño desaguisado habría sido culpa mía.
Soy consciente de que he dejado de ser un receptáculo de sabiduría absoluta para mis alumnos (diablos, ¡tienen wikipedia!) Para buscar conocimientos les basta con leer el libro de texto, para experimentar cómo eran las calles de la Florencia del Renacimiento echan una partida al Assassins Creed, para recrearse en la II Guerra Mundial hacen lo mismo con el Call of Duty (y creedme, he aprendido más sobre los tanques alemanes charlando con un chaval de cuarto de ESO de lo que hubiera pensado jamás) Buscan información por internet, cortan y pegan, tienen tropecientos canales de televisión y, cuando no les convence, los cambian... cosa que se traduce en collejas, despistes, notitas por debajo de la mesa y miradas fugaces al teléfono móvil cuando llevo más de diez o doce minutos taladrando sus mentes con la antigua Roma. Y aseguro que desde la posición del profesor esas cosas se notan: al rato de estar hablando observas cómo medio curso se mira insistentemente la entrepierna con las manos debajo de la mesa.
Nuestros alumnos se aburren porque hacen en el aula lo mismo que en casa: cambiar de canal. Y no estoy diciendo que sean más tontos, que sean incapaces de aguantar un discurso de larga duración. No. Ni mucho menos. Lo que sucede es que nosotros podemos resultar un tanto patéticos si entramos al aula armados con unos cuantos power points antediluvianos o peor todavía: el manual subrayado con fosforito y un triste trozo de tiza.
¿Qué resultará más divertido para un chaval de doce años? ¿Memorizar una por una las características de las ciudades romanas y vomitarlas de memoria? ¿Copiar mecánicamente lo que pone en el libro de texto? ¿Y de qué sirve eso? Si se despistan en clase mientras tú estás apuntando en la pizarra la diferencia entre el Cardo y el Decumanus, siempre pueden acudir a internet para copiarla en su libreta más tarde. Y volverla a memorizar como guacamayos de cola roja cuando les repartas el examen.
Es tarea nuestra hacerles entender la importancia de una buena planificación urbanística en las ciudades, explicar cómo ha ido cambiando todo esto a lo largo de los siglos y cómo nuestro sistema jerárquico de organización (esto es, avenidas, calles principales, calles secundarias, espacios públicos, zonas dotacionales, ensanches, extrarradios, cunurbaciones...) viene de los antiguos romanos. Es tarea nuestra hablarles de la corrupción administrativa que había en tiempos de Roma y cómo, por desgracia, las cosas todavía no se hacen bien en nuestro sistema económico basado en la construcción desaforada y el ladrillo. Es tarea nuestra hacer que reflexionen sobre el mundo que les rodea... y que empiecen a pensar en cambiarlo.
¿Podemos afrontar tamaño reto siguiendo el sistema de Don Constantino? Por supuesto que no. Además, precisamente él nunca quiso despertar una "actitud crítica" en sus alumnos. Vuelvo a decir que era de la vieja escuela. Pero imagino que le importaba mucho embutirnos algo de cultura, vigilar nuestra letra y nuestra expresión escrita. Todos saltábamos como si tuviéramos un resorte cuando preguntaba cualquier cosa sobre el tema que andaba explicando. Don Constantino sabía despertar eel Sentido de la maravilla de sus muchachos, por horroroso que resulte pensar que según sus historias el intento de golpe de estado de 1936 fuese legítimo, maldito viejo chiflado.
La ilustración que acompaña esta reflexión nos representa a mi y a mis alumnos de primero de ESO perdidos por las calles de Roma. Hemos viajado hasta allí de diferentes maneras: Cabinas Tardis, Vehículos Delorean, máquinas de H.G. Wells... Hemos entrevistado a unos cuantos senadores y charlado con un centurión cansado de las Galias. Mis chavales saben perfectamente cómo funcionaba un circo romano, han caminado por su arena y vencido al reciario. Han hablado con Mesanila y escuchado el árpa de Nerón. Actualmente se encuentran narrando su viaje en grupos de cuatro, siguiendo la guía que les he facilitado. Tendrán la oportunidad de autoevaluar su trabajo conforme a una rúbrica.
Arman bastante jaleo cuando comienza la sesión. Hay gritos, discusiones, chillidos, pero hemos rebajado muchísimo el nivel desde que comenzó el curso.
Están, en definitiva, disfrutando de la historia.
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